Encuentro con Pedro Ángel Palou


Álvaro Castillo Granada

«Fui asumiendo esa posición de escritor: hay que contarlo todo»

Pedro Ángel Palou

Pedro Ángel Palou

Apenas entró a la librería me dijo con ese “tú” mexicano que es como un abrazo: “Por fin te conozco. Me ha hablado de ti Paco Ignacio Taibo II”. Sí, fue gracias a Taibo que leí por primera vez a Pedro Ángel Palou. Le recomendó a Jorge Franco (ante una pregunta suya sobre qué libro traerme de México) que me leyera Zapata. Y me conquistó su manera de narrar y contar la historia. Asumiendo el lugar del testigo que quiere verlo, narrarlo y comprenderlo todo. Como siempre: la gentileza y complicidad de Zoraya Peñuela hizo posible este encuentro de dos lectores que se sentaron en una librería, rodeados de libros por todas partes, a hablar de literatura como si fueran dos cuates que se conocieran desde siempre.

-En tu novela El dinero del diablo (2009) encontré una frase que, de alguna manera, puede definir y englobar lo que estás haciendo con las novelas históricas: «La mentira, cuando convence, abre muchas más puertas que la verdad». ¿Tus novelas históricas, ésta, Zapata, buscan la verdad que cerró la mentira?

-La pregunta es muy interesante. A lo mejor tendré que someterme a psicoanálisis para responderla.  Hay gente que me ha preguntado si hay una cosa militante. Yo creo que sí. Tengo que reconocerlo. A lo mejor un resabio de jesuitismo. Si hay una cosa militante de la verdad como tema. Por eso me interesa tanto el poder. ¿Por qué es tan interesante para mí Zapata? Quizá por lo contrario que Pacelli. Yo necesitaba un hombre de una pieza. Cuando algunas personas me preguntan qué estaba escribiendo y les contesto que una novela histórica me dicen: «¿De verdad tu, Pedro, una novela histórica?».

-¿Por qué les asombraba que estuvieras escribiendo una novela histórica?

-Porque había una idea en México de que yo era uno de los escritores más puristas y que mi literatura era bastante caprichosa, en el sentido en que mis libros no se parecen el uno al otro. Lo mismo escribía una novela sobre un boxeador en primera persona (como Con la muerte en los puños) que otra sobre el Canal de la Mancha y la ocupación nazi de una islita que se llama Sark… A la gente ya no le preocupaban los temas porque sabían que, finalmente, el nuevo tema era seguramente muy novedoso. Pero empieza a haber, en la misma época en que yo saco Zapata, una especie de animadversión en general del lector literario por la novela histórica. Empieza a pensar, con alguna verdad en muchos casos, que la novela histórica es una novela casi escrita o por encargo o porque comercialmente va a ser muy atractiva. Va a vender…

-¿Por qué Zapata?

-Cuando empecé a pensar en una trilogía nunca pensé a Zapata solo. Una «trilogía espejo», en seis libros. Tres de México y tres de viajeros mexicanos. Hace muchos años tengo claro que el último libro de ese sexteto que voy a escribir (porque es el más difícil) es D.H. Lawrence en Oaxaca. Me dije «Como lo veo como espejo y espejo de épocas, ¿quién será el incontrovertible de la revolución mexicana? ¿El gran perdedor, el verdadero derrotado, el sacrificado (la trilogía se llama «Sacrificios históricos»)?» Zapata indudablemente. El único que es de una pieza. ¿Quién será su contraparte? Indudablemente otro sacrificado, auto inmolado en ese caso, como D.H. Lawrence en sus pleitos con en Oaxaca. El único que entendió el México pos-revolucionario. Obviamente Lowry vivía en el alcohol y no podía haber entendido, ¿no? Y después me fui para atrás: Morelos. El equivalente sería Humboldt. Cuauhtémoc. El único que entendió (después de Vasco de Quiroga, que no me gusta, porque no me gustan los personajes no ambiguos y con eso te contesto por qué Zapata: creo que la ambigüedad literaria es el verdadero territorio del novelista). En todos los epílogos de esta trilogía está una y otra y otra vez Henry James. Y la idea de que la buena novela o es psicológica o no es buena novela. Por eso esta contraparte va a ser el único virrey que a su vez fue arzobispo: el conde Palafox.

-No solamente los personajes de tus novelas son ambiguos. También el narrador lo es.

-Sí. A veces incluso, como dicen en la teoría literaria norteamericana: «unbelieveable». No solamente ambiguo sino no confiable. El narrador a veces te juega malas pasadas. Tú crees que va por aquí y te dice de pronto (sin decírtelo) que no sabía muy bien qué te estaba contando. En el caso de Zapata coincide mucho, se vuelve muy coherente, con el relator del corrido, el «corridista». Finalmente este es un testigo y quiere ser, a la misma vez que testigo, voz colectiva. En esa paradoja está la gracia del juglar. Y también su limitante de punto de vista. Aparentemente sería una contradicción absoluta lo que estoy diciendo con Henry James, donde el narrador es el confiable. Es la tercera persona central.

-¿Qué otros maestros hay en tu formación?

-Henry James es permanente. Siempre lo releo. Siempre está allí. Chejov. El Chejov de los grandes cuentos. Estoy convencido, y lo he repetido una y mil veces, que el novelista que hace llorar nunca pone una escena con lágrimas. Eso me viene de la contención narrativa de Chejov.

-Esa es, también, una virtud de muchísimos escritores rusos.

-Quizás le viene al alma rusa: son muy atormentados pero se tienen que cuidar. Salvo después de unas vodkas… Tienen que contenerse estrictamente.

-James, Chejov…

-Proust. Indudablemente. Lo que he ido captando a lo largo de los años como narrador es que, si Proust tiene validez hoy en día, la tiene en términos de que la descripción proustiana antigua se tiene que convertir ya en descripción activa. Tiene que estar ligada a la acción. En Proust muchas veces está ligada a la acción. Lo que pasa es la morosidad en la que está hecha esa descripción te hace pensar que no. D.H. Lawrence, por supuesto. Hay una escena, por ejemplo, concreta de Zapata que es un homenaje a Mujeres enamoradas. Es muy sutil, hay un homenaje explícito, literario, a un escritor que tú dirías «¿Qué tiene que ver con Zapata?». Nada. Estamos hablando de las grandes influencias estilísticas. Yo creo que nadie ha contado, nadie ha descrito un árbol mejor que D.H. Nadie ha descrito modernamente la naturaleza mejor que él. Y en mi literatura hay una recurrencia a contar la naturaleza, siempre y cuando la naturaleza tenga un sentido psicológico. En Zapata estoy reiterando mucho eso. Está la barranca, sí, pero porque Zapata va a empezar a soñar o porque va a venir la escena de la madre y de la sangre en la iglesia que se le reitera en sus pesadillas.

-¿Qué influencias mexicanas habría?

-Rulfo. Indudablemente. El problema de él es que es una influencia que hay que cuidar. Son de esas influencias tan duras… Me imagino que, guardada la proporción y construido el escritor, les pasará mucho a los escritores colombianos con García Márquez. Si te gusta mucho es muy fácil que todo suene a García Márquez. En Zapata, es curioso, Rulfo es una de mis grandes influencias y, sin embargo, la que más cuido. Es muy poco rulfiano mi Zapata. Es imposible que Rulfo no esté. Es evidente. Hay un escritor que yo he admirado toda mi vida, que casi ahora nadie cita en México, que para mí es fundamental: Manuel Payno. Un escritor del XIX, de novela de costumbres, pero sobretodo,  el gran importador en México de la novela de entregas. Y tiene una novela que es fundamental para contar la vida en México que se llama Los bandidos de Río Frío. De hecho, los personajes de los bandidos son curiosamente los «plateados» que le contaba a Zapata su tío. Y por lo cual, anacrónicamente, se sigue vistiendo en los primeros años del siglo XX como un «plateado», que era un chinaco de mitad del XIX. Nadie se vestía más que Zapata como ellos. Era un especie de uniforme del viejo bandolero, del Robin Hood, que narra muy bien Payno en su novela.

-Carlos Fuentes tiene anunciada, desde hace tiempo, una novela que se llama Emiliano en Chinameca. Creo que (como se dice en Colombia) te le «tiraste» la novela.

-Yo creo que sí, también. El dice que no. Te cuento una anécdota que es muy divertida. El problema de Fuentes es que todos sabemos, porque además está publicado en sus últimas novelas, ese impulso balzaciano.

-“La edad del tiempo”.

-Sí, y siempre ha dicho que va a escribir Emiliano en Chinameca. Mi novela está dedicada a Fuentes y Silvia, además de porque los quiero mucho, porque se la llevé en manuscrito y le dije “Oye te voy a dedicar esta novela porque me atreví a escribir un libro sobre Zapata”. El me invitó a cenar. Fue muy divertido. Estábamos ahí las dos parejas, con mi mujer y su mujer, y dice “¡Ajá! Y Zapata… ¿Qué Zapata? ¿De qué época?” Y le digo “Todo Zapata”. “¡Todo Zapata!”, grita así. “Se va usted a atrever…todo Zapata…”. El es muy diplomático. Dice “No, yo no, yo sólo voy a escribir la muerte de Zapata…”. Se enojó muchísimo. “¡Todo Zapata!”. Aquí le dejo la novela… Luego fue generosísimo con la novela. Fue uno de los primeros en reseñarla. Su crítica es muy inteligente. Ve cosas que yo no veía, como siempre Fuentes es un ensayista excepcional de la novela. Obviamente no rehúye hablar de uno de los temas más duros de mi novela, la escena con Nacho de la Torre. La pondera muy bien. Luego se ha referido varias veces a Zapata. Las últimas veces que he conversado con él ya no habla de Emiliano en Chinameca. Yo he pensado que debe ser algo así como La muerte de Danton, de Büchner… Los últimos instantes. ¿Emiliano en Chinameca cómo lo puedes contar? Una hora. Hora y media. Ignacio Padilla estuvo en la presentación de mi libro en Guadalajara y decía que yo tengo una virtud, y por eso, creo yo, es tan difícil contar Emiliano en Chinameca. Es la escena más corta de la novela. Se muere. Y no lo hago así porque sepa que Fuentes quiere escribirla sino porque así hay que contar la muerte.

-A mí me recordó la descripción de  la muerte de Don Quijote: “(…) el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió”.

-Sí. La gente esperaba lo que yo iba a contar. Esa escena iba a ser la más dilatada, obviamente. Todo el mundo está esperando la de Fuentes. Se murió. Cuento, en todo caso, el entierro, cómo lo arrastran… Pero ya es cadáver. La muerte no me interesa.

-Otro gran escritor mexicano que te ha influido literaria, humana y éticamente es Paco Ignacio Taibo II.

-Sí, claro. Yo fui un lector juvenil apasionado. Mis amigos incluso me decían “¿De veras te gusta tanto Taibo?”. Yo estaba apasionado con Belascoarán. De hecho, la última vez que conversamos en Guadalajara (estaba Benito, su hermano), estábamos comiendo, me dice Paco “Ya, ya, ya… ¡Me tienes hasta la madre con Belascoarán! Te lo regalo. Escribe una novela sobre él”. Benito casi se suicida. “¡No, no, no… ¡Cómo le vas a regalar a Belascoarán!”. Ya Taibo estaba hasta aquí de que yo le hable todo el día de Belascoarán. Sobre todo una novela que sigue siendo excepcional que se llama Cosa fácil, donde está Zapata.

-Zapata vivo.

-No se ha muerto. Es la leyenda. Señalaste una cosa muy importante: también es una enseñanza ética. Es uno de los escritores que mejor lee a la literatura mexicana, que más la promueve, que más ha hecho por la literatura no suya, la literatura de los otros, con una generosidad enorme. Pero además, ha hecho algo que, para la época en que empieza a escribir y que yo empiezo a leerlo, parecía imposible. Estamos hablando de que era el momento de la cúspide de Octavio Paz. A lo mejor visto desde fuera de México no se entiende lo que significó Paz. Significó que no había más que LITERATURA, con mayúsculas. Casi ideologizada. Había una animadversión a todo lo que mal se puede llamar sub-géneros, algo como Taibo… ¿Literatura policiaca? Por favor… Y era el ninguneo perpetuo. La literatura no tiene fronteras y no hay géneros. Taibo tiene una frase que ha repetido mucho y que yo quiero mucho (la tomo como consigna): “En literatura no hay géneros sólo hay modos de narrar”. Hay obras que tienes que narrar en ciencia ficción, obras que tienes que contar en fantasía, en cómic… La nueva generación literaria mexicana (que ya no es la mía) vive la libertad que vive, lo digo así, por Taibo. Bernardo Fernández, Federico Hagenbeck, Alberto Chimal…todos los que hacen algo que tiene que ver con fantasía, ciencia ficción, policíaca, le deben a Taibo la libertad. A Taibo le costó el ninguneo perpetuo. Era horrible, incluso a veces desagradable. “Eso no es literatura”. Y hacerle la ley del feo. Y que no hubiera una sola reseña de sus libros por petición Paz. No se podía hablar nada que tuviera que ver con Taibo.

-Ese ninguneo sigue existiendo. Taibo es una autor leído, seguido y querido pero no existe en las bibliografías ni las historias literarias.

-Tú ve a una librería alemana, italiana o francesa: hay un libro de Paz, si está bien. A lo mejor hay dos de Fuentes. Están catalogados, en ediciones contemporáneas, en esos idiomas, todos los libros de Paco. Es así. Es apasionante ver los lectores que tiene. Pero el ninguneo sigue existiendo. En literatura no hay como en música canon y repertorio. Si hubiera no habría bronca. Taibo estaría en el repertorio y seguramente, le gustara o no a la gente, terminaría en el canon. En literatura el problema es que sólo hay canon. Y el repertorio que tenemos los lectores no importa. En el canon no va existir nunca mientras siga dominando todavía la gente que vive y ve la literatura bajo la óptica y la egida de Paz. Por eso no había crítica literaria en México. No existía, era imposible. El único que escribió un libro importante en esa época, Jorge Aguilar Mora, tuvo que salirse del país. Se llamó La divina pareja Mito e historia en Octavio Paz. Tuvo exiliarse…no pudo volver a publicar… Se murió el brillante y todos los otros son unos epígonos de quinta categoría.

-¿Qué le debes a Gabriel García Márquez?

-Mucho. Nos hizo releer incluso a Rulfo. Hay una cosa muy interesante: cuando un escritor tan importante no es tuyo, no está en tu país, te permite releer a los tuyos. Obviamente puede ser una verdad de perogrullo. También mi generación pudo volver a leer a Faulkner gracias a García Márquez. Además de eso volvimos a leer a nuestros escritores a la luz de lo que significó Cien años de soledad. Lo que le debe Pedro Ángel Palou, como lector personal, se sigue llamando El otoño del patriarca. Me sigue pareciendo el libro más importante de su generación. No de él: de todos. Es un libro que se lee muy bien. Se lee muy fácil. Como todo en García Márquez: no hay nunca engaño. Es un escritor que nunca engaña a su lector.

-Tenemos a los tres personajes mexicanos: Cuauhtémoc, Zapata y Morelos. ¿Cómo llegas a Pacelli, a Pío XII?

-Estoy justamente pensando en la contraparte de la trilogía. En cómo escribo a los visitantes, a los viajeros extranjeros. Por razones de mi propia vida, más que de mi bibliografía, termino en La Sorbona. Un aprendizaje muy bonito. La Sorbona no. Tengo la gran oportunidad de convivir y quién me invita allí es uno de los máximos sociólogos contemporáneos. Es Michel Maffesoli, que lleva la Cátedra Émile Durkheim. Yo vivo allí una época de oro alrededor de Maffesoli y de la gente que está en el “Centro de estudios para lo actual y lo cotidiano”. Sobre todo me da una gran libertad temporal, como sucede en la universidad francesa. Un profesor visitante tiene la obligación de ir una vez a la semana. Los lunes en este caso, al “Anfiteatro Durkheim”, en la Sorbona 5, en la vieja escuela de medicina, un lugar bellísimo… El resto del tiempo me queda absolutamente libre. Empiezo a investigar y a estudiar. Me llevo, de hecho, de México, una buena parte de la bibliografía que tenía en ese entonces (creo que ahora es muy superior) sobre San Pablo. Pensando en escribir una novela sobre el cristianismo primitivo, los primeros cuarenta años después de la muerte de Jesús. Es apasionante el tema. Exige mucha investigación de archivo, una investigación patrística, las nuevas versiones, discutir que sí es y que no es Pablo, dónde se empieza a escribir los hechos de los apóstoles, en qué año… Termino en la “Biblioteca Apostólica Vaticana” con un buen amigo, que me guía, me lleva, y en el “Archivo Secreto”. Que ahora es un archivo como cualquier otro, tiene trece pisos, computadoras, ya no es lugar donde estaban los frescos de Tiziano, es un nuevo edificio que inauguró Juan Pablo II. Tan moderno como cualquier archivo, no tiene nada de mítico, ni nada que ver con Dan Brown. Ese el archivo donde podemos ir tu y yo. El archivo de la novela es donde sólo pueden ir sacerdotes que tienen permiso del papa. Ahí queda el reservorio. Bueno. Ahí me encuentro con una esquela, un pequeño texto de media cuartilla, escrito a mano, una caligrafía muy violenta (o por lo menos yo la interpreto así), con pluma fuente, firmado por un tal (en ese entonces yo le digo “un tal” porque no sé quién es) Eugene Tisserant, fechado en 1939, que dice: “Ellos lo han asesinado”. Yo estoy en ese momento en una zona de ese archivo secreto que se llama “Papeles privados y personales”. Ahí está, por ejemplo, todo el legajo sobre Orígenes, muy importante para Pablo. Me encuentro ese papelito. Bajo, con mis amigos jesuitas, y resulta que uno me dice: “No, aquí no vas a encontrar nada. Tisserant lo guardó todo. Estaba muy asustado porque lo iban a matar. El sí estaba convencido, pero no es cierto, no creas en eso de que mataron a Pío XI… Todo lo guardó en una caja de seguridad en Basilea. Tengo entendido que después se vendió a una universidad norteamericana…”. Es muy curioso porque esa misma semana se cierra el archivo de Pacelli. Se clasifica todo. Acaba de aparecer en ese momento en un inglés un libro que se llama Under his very windows, de Susan Zuccotti, que trata el tema que yo trato en los años posteriores, en el momento de la invasión a Italia por las SS. Se clasifican esos documentos. Yo me voy a Columbia donde encuentro no solamente Tisserant, encuentro además (y eso es muy importante) las notas de John Lafarge, el jesuita que escribió la encíclica. De hecho la novela concursó con el seudónimo (lo puse a propósito) Jan en vez de John (mezclando lo francés de Tisserant) Lafarge. Ya me meto y entonces sé que tengo una novela. Ya me olvido durante un buen rato de San Pablo. Me pongo a investigar a Pacelli. Pacelli es un personaje fascinante en todos sus claroscuros: lo bueno, lo malo, lo regular. Me interesa mucho la novela. Álvaro Pombo me preguntó en España, el día de la presentación, que si yo no había estropeado un gran ensayo. Le dije que en un ensayo no podía lograr lo que sí logré en esta novela que es el gran contraste entre Pío XI y Pío XII. Parte del éxito de esta novela (según yo) está en cómo se manejan esos dos personajes y sus psicologías. En uno hay ideología, en otro hay pragmatismo. En uno hay lo que llamaríamos “bondad”, aunque sabe que hay fines que no justifican tanto los medios. Y al otro no le importa nada. Todo se justifica siempre y cuando el Vaticano retome el esplendor perdido. Puede ser un análisis sociológico simplista y rápido, pero si lo vemos (para entender lo que yo empecé a entender), Pío XI era un hijo de comerciantes de una familia muy modesta de Milán, vendedores de telas (como San Pablo), y en cambio, Pacelli era un hombre resentidísimo, de la venida a menos de una aristocracia absoluta. El sabía que la única manera de recuperar la aristocracia y eso específico familiar era el dinero. No es gratuito que cuando trae a Nogara, en las primeras treinta y tres empresas que compra están en todos los consejos directivos familiares o él mismo. Un hermano, un primo, dos sobrinos… ¿Cuánto se habrá enriquecido la familia Pacelli? Nunca cuento (es una sutileza narrativa) el asco que debe haber sentido Pacelli por Mussolini, pero como es tan pragmático no lo puede comentar… Pero sí cuento el asco que tiene Pacelli en general por el contacto con lo humano. Las veces que se lava las manos… Mussolini representa exactamente las razones por las que su familia está arruinada. En Pacelli no hay ideología: está dispuesto a pactar con Mussolini porque es la única manera de vencerlo.

-Hay una película, que me imagino viste, en la que la figura de Pacelli está en el telón de fondo: Amén, de Costa Gavras.

-Es una película impresionante. Me gusta más que Estado de sitio. Una gran película. Pacelli es una figura central sin la cual no se entendería Amén. Nadie me ha preguntado la estética de la parte histórica de la novela. Hay dos estéticas radicalmente distintas. La de los capítulos pares es neorrealismo italiano, está contada en blanco y negro, como si estuviéramos viendo a Vittorio de Sica o a Pasolini. Así cuento. ¿Por qué eso pasa? Porque no conozco la época, no conozco esa Italia, conozco ésta. ¿Y cómo me la imagino? En blanco y negro, contada por de Sica. Espero haberlo logrado. Yo creo que sí. Hay escenas en que tú ves a los personajes, las caras de los personajes deformadas por el close-up del narrador, en mí caso, como si estuvieras viendo una escena de cine neorrealista. El neorrealismo deforma. Acerca o aleja.

-¿Y la otra?

-La otra es una estética muy mezclada, en homenaje a varios de mis autores favoritos de thrillers. Obviamente está Umberto Eco atrás. Es muy notorio. Chesterton. Está el padre Brown, que sería el gran ejemplo para mí. Lo digo sin ningún empacho: está Ian Fleming. Por las características de mi personaje, por eso me atrevo hasta una persecución en coche.

-También siento ahí a John Le Carré.

-Sí, claro. Le Carré está ahí. Es el escritor de espionaje que a mí más me interesa. ¿Y sabes por qué? Porque sus personajes y los de mi historia son muy cínicos. Tienen todas las vertientes. Son “smiling”: no sabes nunca. Hay muchas cosas del (incluso) más ingenuo y más de un sola pieza, que es Gonzaga, que tampoco son muy normales. Y ni se diga Shoval, es un personaje de Le Carré sin la ideología de la guerra fría que es lo único que no me gusta de él.

-No se puede, al leer esta novela, dejar de lado o ignorar a Dan Brown y sus novelas. Se le siente ahí.

-Sí. Me lo han preguntado muchísimo y siempre digo lo mismo porque sigo convencido de eso. Obviamente he leído a Brown. Ningún escritor que se precie de escribir sobre estos temas hoy en día puede no leerlo. Incluso para saber qué no le gusta o qué le gusta. Hay muchas cosas que me preocupan. Incluso de la recepción del lector de Brown, por lo tanto, lo que está pasando. Una es la creencia de que realmente hay símbolos que afectan a occidente. Hay doce mil novelas después de Brown, todas diciendo que es un manuscrito que se acaba de encontrar con lo cual se tambalea todo occidente. Se tambalea el Vaticano… La verdad es que justamente la novela lo que comprueba es que nada tambalea a nada. La verdad no cambia las cosas. Por otro lado, en Brown hay un ejercicio de divulgación de un divulgador que es Michael Burleigh. Que incluso lo demandó. El libro de Burleigh son nueve años de investigación contrastando con gente que realmente ha trabajado los rollos del mar muerto, etcétera. Y Brown se queda con una cosa simbólica, la trabaja bien desde el punto de vista simbólico, por el lado morboso pero no bien narrativamente. Un narrador medianamente hábil se da cuenta de todas las costuras de ese libro.

-¿Si existen esos problemas narrativos a qué se puede deber ese éxito entre los lectores?

-Yo creo que sabes por qué, y nunca lo digo, pero ahora sí ya lo voy a decir: es el escritor perfecto para la ideología contemporánea. Siempre se ha dicho lo contrario, que el tipo es contra Vaticano. Su libro justamente denuncia a dos personajes, supuestamente del Opus, que se salen de la línea. Y la ideología es toda para rescatar a la iglesia católica. O sea, es un libro como los de Stephenie Meyer, que ha logrado una cosa que parecía imposible: hacer de los vampiros castos (que es lo contrario del vampirismo) un género legible. Brown le ha hecho creer al lector, en la apariencia, en la superficie del libro, que este es un libro anti clerical, para hacer un libro de gran simpleza ideológica para proteger a la iglesia. Es un libro que nunca se atreve. Por eso ha funcionado. Si fuera un libro verdaderamente, si fuera La puta de Babilonia en novela, nadie lo leería. Es puramente el truco. Al final el malo, Silas, se le pasó. Fue excesivo. Por todos sus problemas, de albinismo y de blablabla, ya es excesivo, hasta su jefe del Opus está más arrepentido. En la novela se echó a media humanidad, mató a quién sabe cuántos… Una salvación moral, ideológica: por eso funciona muy bien Dan Brown. Por lo mismo por lo que funciona Stephenie Meyer en este momento. Un buen libro de vampiros (no sé cómo le va a Guillermo del Toro, que acaba de sacar su novela) no creo que funcionara tan bien. La distancia más radical entre una mujer que ha divulgado los vampiros (y que no es mi gusto absoluto) es Anne Rice. Es una tipa que escribe bien y esto que estoy diciendo, por el tema ideológico. Como decir que una novela de Papini y Dan Brown son las dos en contra de la iglesia católica. La diferencia es notable y absoluta. Papini es sutil pero brutal. Hay una defensa a ultranza de los valores morales de la fe.

-¿Cómo fue el proceso de investigación de El dinero del diablo?

-Fue un proceso bastante tranquilo en términos de archivo, por eso está al final un mini ensayo bibliográfico y dice qué archivos puedes consultar si tu quieres hacerlo, porque esa parte no es secreta. Pero las pistas que me llevaron a saber dónde estaba lo de Columbia, por ejemplo, y qué había dicho Tisserant y lo de que todo estuvo en una caja en Basilea, me las dieron dos jesuitas que me pidieron no estar. Uno de ellos me presentó (este es uno de mis grandes descubrimientos personales) a otro hombre (tampoco puede estar su nombre propio y apellido) que es el que mantiene la relación permanente de espionaje y de información mutua entre el Mossad y el Vaticano. Me parece un descubrimiento absoluto. Yo estaba en el Vaticano y pensé que era una broma lo que me estaba diciendo. Siempre desde fuera crees que hay, incluso, una animadversión. Pues no. Resulta que hay incluso una especie de enlace de inteligencia, entre la entidad que se llama actualmente «La vieja Santa Alianza» y el Mossad. Es obvio. Son dos estados, uno que además tiene entre sus ciudadanos a millones de personas que viven en el mundo. Y el otro es el único estado religioso per se. Los árabes, como quieran, se dividen en muchos países. En cambio los judíos tienen su estado. No es gratuito que sus sistemas de inteligencia se crucen información entre ellos.

-¿Cómo ha sido la recepción por parte de la iglesia católica de tu novela?

-La novela tiene muy poco tiempo. Lo que ya empezaron a aparecer es comentarios como mandados a hacer, yo creo, en blogs católicos. Uno en Chile. Dos cosas fuertes en España. Una muy fuerte en México. Todas acusándome de utilizar elementos de la iglesia, mintiendo, para poder vender. Ligándome a este fenómeno de Brown. «Este hombre hace esto porque nos odia…».

-¿Hasta dónde va la verdad? ¿Cuál es la «verdad de las mentiras» de esta novela?

-Aunque las historias están imbricadas y puedes tú jugar de los capítulos pares a los impares, quise que el lector se diera cuenta muy rápido que en los capítulos pares, de 1929 al 39, lo que yo estoy haciendo, más que una novela histórica, le puse el nombre de «ficción documental». Como un documental de un cineasta. No hay ficción. Todo está basado en documentos, todo puede ser corroborado. Obviamente los diálogos son inventados, ya quisiera yo haber estado ahí para poder inventar qué le dijo Pacelli al otro. Como sé la consecuencia de esa reunión, o de ese diálogo, puedo recuperar. Esa es la parte técnicamente para mí más compleja de la historia. Como buena parte de la novela contemporánea, está basada en el diálogo. El diálogo es la estructura vertebral de la novela, más allá de la descripción. El diálogo de personajes históricos es complejísimo: cómo hacer que Nogara y Pacelli, por ejemplo, en la escena más difícil de escribir de la novela, hablen de la muerte de Pío XI y no parezcan villanos de Batman. Cómo recuperar ese momento de la historia sin banalidad. Es lo que está haciendo ahora la novela negra, Peter Robbins, Stuart MacBride, Michael Connelly… La acción se desarrolla en el diálogo. A diferencia de Brown. El engaña: mete información ensayística, la que divulga de Burleigh, en diálogo. La verdad es que termina siendo muy aburrida. Yo no sé por qué vende tanto. Porque es una manera muy fácil de divulgar. Te cuento la mitad de El enigma sagrado en una biblioteca, a la chica le dice él «Fíjate que los templarios…». Eso es distinto: ahí no avanza la acción. Es cómo meto el «background», la información novelística, mediante diálogo. Obviamente es más sencillo de todas formas que meterlo como información. La verdad es que el 90 por ciento de esa información en la novela de Brown es innecesaria.

-Tu formación profesional es la de un historiador e investigador. ¿Cómo fue ese paso a la narración literaria?

-Ventajosamente hace muchos años yo dividía (como si se pudiera, ahora ya me di cuenta que no) y decía «Yo soy historiador y hago ciencias sociales para sobrevivir. Es mi profesión. Me formé académicamente para ello y lo divido». Mi literatura estaba muy ajena a esta formación. Por eso el paso fue más fácil. Todos mis primeros libros vienen, más bien, de una formación paralela como escritor. Yo nunca pensé escribir una novela histórica. Decía «Nunca, ni de chiste… Eso es mi profesión. De eso vivo, dicto clases… Mi pasión es la literatura y no es esto». Y bueno: terminé muy feliz haciendo novela histórica. Me parece que es un género de una validez enorme. En nuestros países en particular, obviamente esta novela se sale del argumento que voy a decir, sí hay una responsabilidad. ¿Puede haber hoy un compromiso del escritor? Sí. Nada más que no es el antiguo de la «literatura comprometida». Empecé, desde ahí, a construirme una teoría de discurso que llamo «ficción documental». Toda historia es un relato, pero me he querido apegar a los hechos. Ya está en Zapata. Obviamente en esta novela hay mucha más libertad estilística pero no hay libertad documental. Cualquier escena que encuentres en la novela la puedes corroborar.

-Lo que, en este caso, Taibo llamaría una «biografía narrativa».

-Así es. Creo, también, en los novelistas históricos que mienten cuando lo hacen bien. En esta trilogía en particular (que fue la que me llevó a la idea de la «ficción documental») el narrador tiene una doble responsabilidad cuando se le ocurre encarar a estas figuras: obviamente construir la mejor novela que pueda, autónoma al personaje, y a la vez, respetar profundamente la figura en la historia. De lo contrario es muy fácil, por ejemplo, desde mi generación convertir a Zapata en otro «héroe pop», en un nuevo Che.

-Al igual que Fuentes y Taibo eres un escritor de una fertilidad asombrosa. Eres muy joven, cuarenta y tres años, y ya has publicado 38 libros.

-Las cosas se dan de una manera aleatoria. No hay una propuesta de ser prolífico sino es lo que me gusta hacer. Taibo, por ejemplo, lo conozco desde que yo tenía quince años, no ha escrito el 10 por ciento de lo que ha pensado en escribir. Me sentaba con él y en una tarde me contaba veinte posibles novelas. Tú hablas con Taibo y te dice que está escribiendo ocho novelas a la vez. Yo por lo menos no tengo eso: no puedo escribir a la vez. Un libro a la vez. Puedo tomar notas pero no puedo escribir ni media línea de un libro, así sea muy diferente, así sea un libro de historia. Termino y empiezo. Termino y empiezo. Soy de una disciplina… Vengo de una familia muy numerosa, de cuatro hombres. Vivíamos en una casa muy chica. Escribía con ellos, ahí. Escribía a dónde fuera y a cualquier hora: era la única manera de escribir. Me parece muy “fresa” decir, como Virginia Woolf, “A room of one’s own”, por favor, yo tenía que compartir: vivíamos en una litera. Tocaba a veces arriba y a veces abajo, dependiendo de cómo estábamos peleados los hermanos. Me puedo concentrar en cualquier lugar, puedo escribir en hoteles, puedo escribir en viajes… Por ejemplo ahora, con esta experiencia que es reciente, estoy haciendo televisión, estoy haciendo la gira del libro, a otro escritor lo mata. A mí no me preocupa. Ayer llegué a las nueve de la noche al hotel, me bañé y escribí hasta la una de la madrugada. Hoy me levanté a las seis de la mañana, de todas maneras. Estoy acostumbrado. Mi vida es así. Tengo tres hijos, duermo poco, espero a que duerman porque me gusta ser hogareño, me gusta compartir con ellos la vida cotidiana, no soy el escritor que se esconde y que los hijos no lo ven. Escribo cuando ellos están dormidos. Incluso cuando mi mujer está dormida. Ventajosamente ella es insomne a media noche, pero se duerme temprano, a las diez ya está dormida. Cuando estoy escribiendo una novela escribo diario. Todos los días. Así sea un año, año y medio, dos años… Cuando escribo otra cosa, ensayo o cuento, no tengo ninguna maña, ninguna metodología especial, puedo escribirlo de día, incluso viajando. Muchos años, por razón de los trabajos que tenía, tuve chofer y tenía, entonces, una lamparita en el coche y una mesa especial. Cualquiera diría “Está loco”, pero si de pronto tenía que ir a hacer un trabajo a cinco horas de mi casa pues eran cinco horas preciadísimas. No las voy a desperdiciar. Tenía un adaptador para conectar la computadora. Nunca dejé de escribir o leer en seis años de ese trabajo que me representaba como tres días a la semana de estar fuera de la ciudad en viajes. Si calculas las horas que fue eso son horas prodigiosas y maravillosas para alguien que vive de leer y de escribir.

-Oyéndote hablar de la disciplina literaria se me viene inmediatamente a la memoria Mario Vargas Llosa.

-Nació el mismo día que yo. Yo creo que es culpa del signo. Es del 28 de marzo, igual que yo. Igual que Paz, que era del 27 de marzo. A Vargas Llosa le debo mucho. Es un escritor que sigo admirando. Me gustan sus frases. Me parece que siempre es la estructura, siempre es la matemática, siempre es la inteligencia narrativa. Una inteligencia prodigiosa. Y le salió, por lo menos, dos veces de una manera maravillosa: Conversación en la catedral (que me sigue pareciendo una novela genial) y, por supuesto, La guerra del fin del mundo. Es una novela que, incluso en algún momento, yo quise homenajear con una novela sobre el fin del mundo en México con una virgen, que se llama Memoria de los días. Que además tiene muchas cosas de la estructura, de los vasos comunicantes que tanto ha comentado él. Me parece, sin embargo e insisto en eso, que en Vargas Llosa el lenguaje siempre está supeditado a la estructura. Hay un “ars combinatoria” perpetua. Está dispuesto a clausurar, que no le importe el fraseo, que no le importe el ritmo salvo en casos contados. Esa es la parte de Vargas Llosa que no me gusta, la parte que incluso desecho muy rápidamente. Ya ni se diga los últimos libros, que son ilegibles, El paraíso en la otra esquina y Travesuras de la muchacha mala… Los escritores tenemos alguna vez que aprender a callarnos si no tenemos nada que decir.

-¿Qué escritores colombianos, fuera los tres que viven en México, has leído?

-Leo mucho. Algún tiempo leí con mucha pasión (no lo he vuelto a leer, no sé si haya escrito algo nuevo) a uno que vivió mucho tiempo en México, que es Eduardo García Aguilar. Su última novela es la única que medio ocurre en México, todas son muy colombianas, se llama Tequila Coxis. Su primera versión fue finalista del Premio Tusquets Sonrisa Vertical, cuando todavía existía el premio erótico. Tiene unas novelas maravillosas. No sé si ahora lo leyera de nuevo. Es uno de estos escritores que yo leía juvenilmente. Pertenezco a una generación que, en algún momento, sí creyó mucho que podía haber una especie de renovación del boom. Y que había que leer a nuestra generación. De esa generación yo rescato a tres escritores fundamentalmente, que me gustan por cosas distintas y que entre sí no se parecen en nada, aunque sean amigos. Que son: Jorge Franco, particularmente el de Melodrama, que me parece la gran novela colombiana de los últimos años. En muchos sentidos. Por fin hay una novela latinoamericana en donde la alegoría está construida en la trama. No es una imposición del narrador. Todo el tema de la bestia y el mal. Además hay un trabajo lingüístico y un trabajo temporal, una progresión dramática en esos personajes, que son maravillosos. Leí todo Jorge Franco. Insisto: Melodrama me parece una de las grandes novelas latinoamericanas escrita por mi generación. Me gustó, por muchas otras razones (no es a lo mejor un escritor a lo mejor con el que yo tenga muchas afinidades estéticas) El síndrome de Ulises, de Santiago Gamboa. Primero, porque es el gran libro de la desilusión latinoamericana frente a París. Ya alguien tendría que haberse atrevido a escribir que París no es una fiesta. Lo hace muy bien. Es el libro que más me gusta. Y, obviamente, leí en su momento Satanás, de Mario Mendoza. Luego, ahí sí por afinidades estético-estilísticas, tuve la oportunidad de venir hace dos años a Colombia y conocí a un grupito de escritores rarísimos para cualquier literatura, incluida la colombiana. Digo “grupito” porque tampoco son grupo entre sí. Se parecen mucho por la erudición, por el trabajo histórico, me parece apasionante. Yo pensé que estaba inventándomelos a mí mismo, que no eran reales: Juan Esteban Constaín, Juan Tafur y Enrique Serrano. Yo dije: “Este no es posible, no pueden existir”. Ni en la imaginación más loca pueden existir esos tres escritores, en una misma literatura, en Colombia, los tres preocupados por temas que nada tienen que ver entre sí, los tres de una erudición asombrosa. Al principio, cuando vi a Juan Esteban (somos muy buenos amigos), dije “Esto es una broma. Es un niño. Cómo va a estar en esta mesa de novela histórica”. Empezó a hablar y todos nos quedamos… Leí las dos de Juan Tafur, me encantó La pasión de María Magdalena, me sigue pareciendo muy superior a El viajero de los dos mundos. He seguido la literatura colombiana. Fui el primero en escribir sobre Ursúa. Fui el que presentó El país de la canela en la feria de Guadalajara. Yo estaba, además, terminando Cuauhtémoc cuando leí Ursúa y era importantísimo para mí porque William Ospina (que es un poeta más que un narrador y trae a la narrativa todos los años de aprendizaje poético) tiene una visión muy clara de lo que es la conquista. Es un gran articulista. Me gustó Ursúa pero El país de la canela es una novela muy superior a todo lo que se ha escrito en los últimos años sobre conquistadores en América Latina. Y mira que hay pasto…

-Pedro, ya para terminar: ¿qué es la lectura para ti?

-La patria más feliz. Mi única patria. No me considero mexicano, no me considero latinoamericano, a veces incluso no me considero ni hombre, ni cuarentañero… No hay ninguna patria que la considere una patria mía más que la de la lectura. Es el único territorio en el que me he sentido a mis anchas.

-Una patria extraterritorial.

-Tú lo ves en mi biblioteca. Debo tener ahora unos diecisiete o dieciocho mil ejemplares (nunca los he vuelto a contar. Cuando fui a París sí los conté porque los tuve que guardar en cajas, un desastre, tuve que dejar mi casa, mis papás me odiaron, esperaban que regresara para que me llevara mis libros). Ahorita debe andar como veinte o veintiún mil ejemplares. Leídos la mayoría, como se leen las bibliotecas. Pensando, en algún momento, que me quedaba más años en París, estuve a punto de venderlos (mis amigos dicen que yo estaba loco). Decían “si tú vendes tu biblioteca te vendes a ti mismo”. Les dije “No”. Lo que no se ha dado cuenta mucha gente que no es escritor es que la biblioteca de escritor es muy especial por eso mismo que tú estás diciendo: extraterritorial. En muchos sentidos. Lingüística y temáticamente. Hay muchos libros que yo sé no voy a volver a leer, que estuvieron allí por una novela. A lo mejor tengo, por ejemplo, cuatrocientos libros de box. Desde los clásicos y hasta cosas de medicina deportiva, de nutrición de boxeador. Si no vuelvo a escribir sobre box no los voy a volver a necesitar. Aunque pasan cosas curiosas: todo lo que había investigado para mi novela Malheridos, sobre medicina nazi, me sirvió ahora. Está en la biblioteca. Las bibliotecas de escritor son caprichosísimas. Están hechas en función de cómo los intereses se van cambiando…

-Lo que cuentas en El dinero de diablo es para que lo visto sobreviva a los testigos, no como dices en Zapata: “Lo visto nunca sobrevive a los testigos”.

-Qué bueno que hagas esa pregunta. Nos regresa a la primera, donde te contestaba que sí soy militante. Ya lo acepto, antes no. Decía que no, la literatura es la literatura. En esta novela en particular hay una militancia. Sería muy pretensioso que gracias a la literatura pudiera pasar pero que más me gustaría que se suspendiera la beatificación de Pacelli. Que apareciera una traducción al italiano de mi novela y que causara tal furor que entonces el Vaticano tuviera que decir “Sí, sí, nos equivocamos…”. Y vuelvan a mencionar a Pacelli. Yo me sentiría feliz. Nunca me había pasado que estuviera escribiendo una novela y me volviera militante. Férreo. Por eso es que me gusta tanto Pío XI. Se me fue convirtiendo un personaje muy querible en su propia indefensión. Fui asumiendo esa posición de escritor: hay que contarlo todo.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.